"Nuestra concepción del tiempo nos supera. Nos creemos sus dueños por poder ver el baile de unas agujas entre un puñado de números y reconocer el tic-tac de un reloj de pared. Pero el tiempo no nos pertenece, eso lo aprendí ya hace mucho tiempo...
Verá, dentro de cada una de nuestras células, al igual que en el interior de las células de miles de millones de organismos en la faz de la Tierra, otra danza maestra, a nivel molecular, afinada durante cientos de miles de años, nos permite saber cuando es de día y cuando de noche, mucho antes de que nuestro ingenio, barato y limitado, nos permitiese desarrollar el primer mecanismo que nos mostrara el paso del tiempo.
Esta premisa, a priori tan intrascendente, es la clave para truncar cualquier sentimiento de superioridad de nuestra raza. Si nuestra concepción del tiempo se limita únicamente al tempo de una simple danza entre moléculas, no hay nada que nos haga pensar que aquello a lo que llamamos hora no sea más que un instante para otra especie. Ni que uno de nuestros segundos sea una eternidad para otra.
Así pues, dígame, eminencia: ¿a qué viene ése sentimiento de superioridad, no ya frente a otras especies, sino hacia individuos que comparten su misma danza molecular? ¿Qué le hace pensar que usted no pueda ser más que otro microorganismo en un cultivo llamado Universo, de una especie con una danza muy distinta a la nuestra? ¿Qué cree usted que tiene que le hace mejor que al resto, eminencia?
Intenté responder a esta pregunta durante años, padre. Cada segundo que pasé durmiendo bajo una tormenta. Cada minuto que no pude comer más de lo que me brindaba un cubo de basura. Cada hora que invertí en comprender como este don imperfecto que se me otorgó...
Le odié. Durante todo ese tiempo le odié. Todavía lo hago. Quizá usted no me recuerde. ¡Debí ser otro ser insignificante entre tantos! Pero yo sí le recuerdo a usted. A usted, a su túnica de seda, a sus anillos de oro, al olor a vainilla, a las paredes grises de este lugar... Llovía ¿sabe?. No recuerdo muy bien como llegué aquí ni que había sido de mí. Antes de este lugar mis recuerdos se resisten a aparecer. De hecho, ni siquiera recuerdo al hombre que me acompañaba, que me bajó del camión, llamó al timbre y habló con usted.
Recuerdo sus voces como un eco demoníaco salpicado de barro y mierda. Entonces no les entendí. ¿Cómo iba entenderles? No sabía ni quién era. Ustedes sólo hablaban de mercancía y juguetes rotos. Yo no veía ningún juguete roto y no tenía ni idea de qué significaba "mercancía". No entendía. No...
Pero ahora sí lo entiendo. Me miraron, y usted me pinchó con algo, tampoco supe que era entonces, nunca antes había visto un medidor de Abraham, ¿sabe? Usted miró el medidor y puso cara de asco, ¿recuerda, eminencia? Luego le susurró algo al hombre y todo se volvió negro.
"El húmero izquierdo y los dos cúbitos. Un fémur. Cuatro costillas. Varias falanges. Una fractura craneal leve. Ojo derecho, irrecuperable. Una rotura de ligamentos en la pierna y una perforación en el pulmón derecho."
Eso es lo único que recuerdo del día que me desperté, en casa del anciando. De mi salvador. Mi mentor. Mi maestro. Mi padre. Mi hermano. Mi amigo...
Pues bien, eminencia, han pasado doce años desde aquél día. Me imagino que a usted se le habrán hecho cortos, entre tanta carne, tanta salsa, tanto vino y tanto marisco; pero a mi no. Entonces no tenía un nombre. Sigo sin tenerlo, pero todavía le odio, y ahora voy a ser yo el jugará con los juguetes rotos."
La sangre ya se había secado cuando el joven terminó su discurso, y su eminencia se encontraba envuelto en un mar de cadáveres, inmóvil, atónito. Quiso llorar, pero antes de que la primera lágrima saliera de sus ojos, un sonido, a medio camino entre un silbido y un eco cavernario, brotó de los labios del chico sin nombre. Un haz de luz lo cubrió todo y la muerte, en su cara menos amable, vino a encontrarle.
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